jueves, 4 de junio de 2015

La Toscana, un viaje iniciático a la belleza y la historia

El Ponte Vecchio sobre el rio Arno, al atardecer/C.P.
La ondulante campiña toscana se extiende hasta el infinito entre viñas y olivares. En el paisaje toscano, como en el arte que embellece sus ciudades y pueblos medievales, todo es perfecto. Los cipreses se combinan armoniosamente con las tierras de cultivo, los restos de murallas etruscas, los elegantes palacios de piedra y los caminos serpenteantes. Nada parece producto del azar. Es una tierra orgullosa sometida desde hace siglos a los dictados de la belleza e incluso la fealdad de los barrios dormitorio o de las zonas industriales desaparece por encanto engullida por el verdor de sus suaves colinas.

El viaje a la Toscana es un viaje iniciático al arte refinado, a la bellezza sublime y a la historia con mayúsculas. Por la comarca pasaron los etruscos, los romanos y los grandes mecenas renacentistas que convirtieron ciudades como Florencia, Pisa y Siena en belicosos centros de poder durante siglos y ese ambiente todavía se respira en cada piedra. Su enfrentamiento histórico se huele en la cocina y se escucha en las variedades lingüísticas. El viajero ha de ser precavido para no enloquecer ante tanta hermosura y acabar formando parte de la larga lista de afectados por el Síndrome de Stendhal.

Lo más recomendable es dejar para el final la visita a Florencia, la capital y patria de Dante Alighieri, porque la belleza toscana es más digerible en pequeñas dosis. La mejor forma de inmunizarse contra tanto tesoro artístico es visitar primero Arezzo, Lucca, Cortona o San Gimignano. La primavera y el otoño son las estaciones más adecuadas para recorrer la región. Los veranos son calurosos y en invierno las temperaturas bajan en picado y la nieve cubre tejados y campos. Para trayectos cortos, la vespa o la bicicleta se convierten en el mejor medio de transporte. Los autocares y los trenes son la alternativa ideal para el viajero que prefiere olvidarse del coche y de la temeraria conducción de los italianos.

San Gimignano es un hermoso pueblo medieval coronado por trece torres y rodeado por campos de viñedos. Situado en el centro del triángulo geográfico formado por Siena, Florencia y Pisa, sorprende por la cantidad de obras de arte que albergan sus señoriales palacios. Sus emblemáticas torres fueron construidas por familias rivales durante los siglos XII y XIII, y todavía hoy se mantienen en pie a pesar de haber estado a punto de desaparecer bajo las bombas de la II Guerra Mundial. Cuentan que los vecinos se ataron a las torres para evitar que los nazis las volaran antes de huir ante el avance aliado.

Paisaje toscano desde las murallas de San Gimignano/C.P.


La mejor forma de conocer San Gimignano es alejándose del bullicio de las calles invadidas por los turistas y llenas de tiendas de souvenirs y de restaurantes de gomosa pizza al taglio. Perderse por los callejones siempre tiene premio: una plaza recoleta, una iglesia con frescos delicados, un animado mercado, una trattoria con manteles de cuadros o incluso un músico tocando el arpa en una esquina. Se puede rodear el pueblo y disfrutar de unas hermosas vistas toscanas siguiendo el camino de la antigua muralla que todavía se conserva hasta llegar a una fuente de origen romano que refresca el cuerpo y el alma del viajero curioso.

Las ordenadas calles de la amurallada Lucca, cuna del compositor Giacomo Puccini, son el contrapunto al caótico y desordenado San Gimignano. Siguen una cuadrícula perfecta heredada de la antigua colonia romana fundada el año 180 antes de Cristo y el antiguo foro romano es la actual plaza mayor. Las piedras de las construcciones romanas han servido para levantar iglesias y palacios, y la visita a San Martino, el Duomo de estilo románico pisano, es visita obligada.

Más al sur, Siena es un viaje al medievo toscano. Su mundialmente famosa Piazza del Campo en forma de abanico -o de manto de la Madonna- es el corazón de la ciudad encaramada sobre una colina. Cada 2 de julio y cada 16 de agosto se celebra el Palio, una carrera de caballos montados a pelo por diecisiete jinetes que representan los diferentes contrade –barrios- de Siena que sólo dura noventa segundos. La fiesta, documentada por primera vez en 1283, atrae a miles de espectadores que colapsan la ciudad durante días. Todas las casas se engalanan para la ocasión colgando sus estandartes en ventanas y balcones, y la sensación de viajar en el tiempo hasta el siglo XIII es una experiencia inolvidable.

Una vez vista la inclinada plaza que preside el Palazzio Pubblico o ayuntamiento y el laberinto de calles que la rodean, lo mejor es alejarse del circuito principal y perderse por sus callejuelas hasta llegar a la plaza del mercado y al ghetto. Sólo así el forastero descubrirá tranquilos restaurantes como la osteria La Logge donde podrá compartir mesa y conversación mientras se degusta un sabroso guiso de conejo con judías.

Vista panorámica de Siena/C.P.

Con un helado de pannacotta resulta mucho más fácil llegar hasta el Duomo que domina la ciudad. Su visión impresiona porque es uno de los más grandes de Italia. De hecho, la pretensión era convertirlo en la iglesia más grande de la cristiandad pero el proyecto quedó a medias por culpa de la peste que acabó con la mitad de la población de Siena en 1348. El edificio alberga verdaderos tesoros de Miguel Ángel, Nicola Pisano y Donatello, pero casi siempre hay que hacer colas interminables para visitarlos. El viajero cansado de ver iglesias puede visitar como alternativa el Museo dell’Opera del Duomo donde se exhiben todas las esculturas y pinturas originales de la basílica. Desde sus ventanas, las vistas dejan sin aliento.

Visitar la Toscana y pasar de largo de Pisa no tiene perdón. La ciudad, eternamente enfrentada a florentinos y genoveses, exhibe todavía vestigios de su deslumbrante poder como el Duomo, el baptisterio y la famosa Torre de Pisa –el campanile- desde el que Galileo Galilei experimentaba con la gravedad. La orgullosa flota pisana dominó el Mediterráneo en el siglo XII y la ciudad se enriqueció gracias al comercio con España y el norte de África. El encenagamiento de su puerto y las derrotas ante Génova y Florencia acabaron con su esplendor y el bombardeo aliado que sufrió en 1944 a punto estuvo de reducirla a cascotes y polvo.

Il Duomo de Florencia con su campanile/C.P.
Y como guinda del pastel toscano, la renacentista Florencia de los Médici. El centro histórico reúne la mayoría de los monumentos y todo se puede recorrer a pie. Sin embargo, el consejo es no estresarse. La mayoría de visitantes se concentra en los alrededores del Duomo con su cúpula de Brunelleschi, la Piazza della Signoria con su falso David de Miguel Ángel, la galería de los Uffizi y el Ponte Vecchio. Hacia el este y después de parar en la heladería Vivoli, la abigarrada ciudad se abre a una gran plaza que preside la iglesia gótica de Santa Croce. En el otro extremo, cerca de la estación de tren y de autobuses, Santa Maria Novella sorprende por su enormidad y por las marcas que dejó una de las inundaciones más terribles que sufrió Florencia.

También existe otra Florencia muchos menos monumental y glamurosa pero más auténtica. Es la de los mercados, como el Centrale y el de San Ambrogio, donde sorprende el colorido de sus paradas de frutas y verduras, y es también la del Oltrarno, el barrio que se extiende al otro lado del río Arno y donde se puede observar la ajetreada vida de los florentinos, apodados por sus enemigos como faglioli por su afición a las judías y acostumbrados a comer el pan sin sal por culpa de las guerras medievales con los pisanos.

Una escapada a Fiesole es la mejor forma de acabar este viaje. El pueblecito de origen etrusco, encaramado en una colina y rodeado de olivares, está sólo a ocho kilómetros de Florencia. El inconveniente de acercarse hasta Fiesole es que ofrece unas vistas tan excepcionales de todo el valle desde las terrazas de sus cafés que al viajero no le queda más remedio que empezar a pensar en volver a La Toscana.

El reportaje sobre la Toscana se publicó el Diario de viajes de marzo de eldiario.es

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