El Ponte Vecchio sobre el rio Arno, al atardecer/C.P. |
La ondulante campiña toscana se extiende hasta el
infinito entre viñas y olivares. En el paisaje toscano, como en el arte que
embellece sus ciudades y pueblos medievales, todo es perfecto. Los cipreses se
combinan armoniosamente con las tierras de cultivo, los restos de murallas
etruscas, los elegantes palacios de piedra y los caminos serpenteantes. Nada
parece producto del azar. Es una tierra orgullosa sometida desde hace siglos a
los dictados de la belleza e incluso la fealdad de los barrios dormitorio o de
las zonas industriales desaparece por encanto engullida por el verdor de sus
suaves colinas.
El viaje a la Toscana es un viaje iniciático al
arte refinado, a la bellezza sublime
y a la historia con mayúsculas. Por la comarca pasaron los etruscos, los
romanos y los grandes mecenas renacentistas que convirtieron ciudades como
Florencia, Pisa y Siena en belicosos centros de poder durante siglos y ese
ambiente todavía se respira en cada piedra. Su enfrentamiento histórico se huele
en la cocina y se escucha en las variedades lingüísticas. El viajero ha de ser
precavido para no enloquecer ante tanta hermosura y acabar formando parte de la
larga lista de afectados por el Síndrome de Stendhal.
Lo más recomendable es dejar para el final la
visita a Florencia, la capital y patria de Dante Alighieri, porque la belleza
toscana es más digerible en pequeñas dosis. La mejor forma de inmunizarse
contra tanto tesoro artístico es visitar primero Arezzo, Lucca, Cortona o San
Gimignano. La primavera y el otoño son las estaciones más adecuadas para
recorrer la región. Los veranos son calurosos y en invierno las temperaturas
bajan en picado y la nieve cubre tejados y campos. Para trayectos cortos, la vespa o la bicicleta se convierten en el
mejor medio de transporte. Los autocares y los trenes son la alternativa ideal
para el viajero que prefiere olvidarse del coche y de la temeraria conducción
de los italianos.
San Gimignano es un hermoso pueblo medieval
coronado por trece torres y rodeado por campos de viñedos. Situado en el centro
del triángulo geográfico formado por Siena, Florencia y Pisa, sorprende por la
cantidad de obras de arte que albergan sus señoriales palacios. Sus
emblemáticas torres fueron construidas por familias rivales durante los siglos
XII y XIII, y todavía hoy se mantienen en pie a pesar de haber estado a punto
de desaparecer bajo las bombas de la II Guerra Mundial. Cuentan que los vecinos
se ataron a las torres para evitar que los nazis las volaran antes de huir ante
el avance aliado.
Paisaje toscano desde las murallas de San Gimignano/C.P. |
La mejor forma de conocer San Gimignano es
alejándose del bullicio de las calles invadidas por los turistas y llenas de
tiendas de souvenirs y de
restaurantes de gomosa pizza al taglio.
Perderse por los callejones siempre tiene premio: una plaza recoleta, una
iglesia con frescos delicados, un animado mercado, una trattoria con manteles de cuadros o incluso un músico tocando el
arpa en una esquina. Se puede rodear el pueblo y disfrutar de unas hermosas
vistas toscanas siguiendo el camino de la antigua muralla que todavía se
conserva hasta llegar a una fuente de origen romano que refresca el cuerpo y el
alma del viajero curioso.
Las ordenadas calles de la amurallada Lucca, cuna
del compositor Giacomo Puccini, son el contrapunto al caótico y desordenado San
Gimignano. Siguen una cuadrícula perfecta heredada de la antigua colonia romana
fundada el año 180 antes de Cristo y el antiguo foro romano es la actual plaza
mayor. Las piedras de las construcciones romanas han servido para levantar
iglesias y palacios, y la visita a San
Martino, el Duomo de estilo
románico pisano, es visita obligada.
Más al sur, Siena es un viaje al medievo toscano.
Su mundialmente famosa Piazza del Campo
en forma de abanico -o de manto de la Madonna-
es el corazón de la ciudad encaramada sobre una colina. Cada 2 de julio y cada
16 de agosto se celebra el Palio, una
carrera de caballos montados a pelo por diecisiete jinetes que representan los diferentes
contrade –barrios- de Siena que sólo
dura noventa segundos. La fiesta, documentada por primera vez en 1283, atrae a
miles de espectadores que colapsan la ciudad durante días. Todas las casas se
engalanan para la ocasión colgando sus estandartes en ventanas y balcones, y la
sensación de viajar en el tiempo hasta el siglo XIII es una experiencia
inolvidable.
Una vez vista la inclinada plaza que preside el Palazzio Pubblico o ayuntamiento y el
laberinto de calles que la rodean, lo mejor es alejarse del circuito principal
y perderse por sus callejuelas hasta llegar a la plaza del mercado y al ghetto. Sólo así el forastero descubrirá
tranquilos restaurantes como la osteria
La Logge donde podrá compartir mesa y conversación mientras se degusta un sabroso
guiso de conejo con judías.
Vista panorámica de Siena/C.P. |
Con un helado de pannacotta resulta mucho más fácil llegar hasta el Duomo que domina la ciudad. Su visión
impresiona porque es uno de los más grandes de Italia. De hecho, la pretensión
era convertirlo en la iglesia más grande de la cristiandad pero el proyecto
quedó a medias por culpa de la peste que acabó con la mitad de la población de
Siena en 1348. El edificio alberga verdaderos tesoros de Miguel Ángel, Nicola
Pisano y Donatello, pero casi siempre hay que hacer colas interminables para
visitarlos. El viajero cansado de ver iglesias puede visitar como alternativa
el Museo dell’Opera del Duomo donde se exhiben todas las esculturas y pinturas
originales de la basílica. Desde sus ventanas, las vistas dejan sin aliento.
Visitar la Toscana y pasar de largo de Pisa no
tiene perdón. La ciudad, eternamente enfrentada a florentinos y genoveses,
exhibe todavía vestigios de su deslumbrante poder como el Duomo, el baptisterio y la famosa Torre de Pisa –el campanile- desde el que Galileo Galilei
experimentaba con la gravedad. La orgullosa flota pisana dominó el Mediterráneo
en el siglo XII y la ciudad se enriqueció gracias al comercio con España y el
norte de África. El encenagamiento de su puerto y las derrotas ante Génova y
Florencia acabaron con su esplendor y el bombardeo aliado que sufrió en 1944 a
punto estuvo de reducirla a cascotes y polvo.
Il Duomo de Florencia con su campanile/C.P. |
Y como guinda del pastel toscano, la renacentista Florencia
de los Médici. El centro histórico reúne la mayoría de los monumentos y todo se
puede recorrer a pie. Sin embargo, el consejo es no estresarse. La mayoría de visitantes
se concentra en los alrededores del Duomo
con su cúpula de Brunelleschi, la Piazza
della Signoria con su falso David de Miguel Ángel, la galería de los Uffizi y el Ponte Vecchio. Hacia el este y después de parar en la heladería
Vivoli, la abigarrada ciudad se abre a una gran plaza que preside la iglesia
gótica de Santa Croce. En el otro
extremo, cerca de la estación de tren y de autobuses, Santa Maria Novella sorprende por su enormidad y por las marcas que
dejó una de las inundaciones más terribles que sufrió Florencia.
También existe otra Florencia muchos menos
monumental y glamurosa pero más auténtica. Es la de los mercados, como el Centrale y el de San Ambrogio, donde sorprende el colorido de sus paradas de frutas
y verduras, y es también la del Oltrarno,
el barrio que se extiende al otro lado del río Arno y donde se puede observar la ajetreada vida de los
florentinos, apodados por sus enemigos como faglioli
por su afición a las judías y acostumbrados a comer el pan sin sal por culpa de
las guerras medievales con los pisanos.
Una escapada a Fiesole es la mejor forma de acabar
este viaje. El pueblecito de origen etrusco, encaramado en una colina y rodeado
de olivares, está sólo a ocho kilómetros de Florencia. El inconveniente de
acercarse hasta Fiesole es que ofrece unas vistas tan excepcionales de todo el
valle desde las terrazas de sus cafés que al viajero no le queda más remedio que
empezar a pensar en volver a La Toscana.
El reportaje sobre la Toscana se publicó el Diario de viajes de marzo de eldiario.es
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