lunes, 29 de julio de 2013

En Japón el raro eres tú (VIII): Suicidas, proscritos y carrozas

El paso hacia Fujiyama cerrado por nieve/Cristina Palomar

Cuando uno piensa en montañas japonesas, piensa en el Fujiyama. Su hermoso cono casi perfecto de yergue solitario en el corazón de la isla del centro, la más grande del Japón, y los días en que la contaminación lo permite la montaña santa puede divisarse desde bien lejos. 

Al Fujiyama le acompaña una leyenda inquietante: la que habla de un bosque tan tupido situado a sus pies en dónde los que quieren desaparecer de este mundo sin hacer ruido se sumergen conscientes de que hacen un viaje sin retornoNo creo en fantasmas, así que lo más probable es que el suicida muera por hipotermia.

El día que lo visité había nevado tanto que no nos dejaron pasar del aparcamiento y compensé mi decepción fotografiándome con un grupo de chinos que venían dispuestos a escalar la montaña con zapatillas de tela y chaquetillas de lana fina.

Tìpica casa de los Alpes nipones/Cristina Palomar
El monte Fuji y el paisaje de alrededor es magnífico como también los son los Alpes japoneses, una cadena montañosa con alturas que rozan los 3.000 metros y que no tienen nada que envidiar a sus colegas europeos. Aunque sorprenda al viajero, el invierno en Japón es muy frío y Tokio es una nevera comparado con Reykjavik por culpa de los vientos helados que llegan directamente de Siberia.

Con el frío en los huesos, el viaje por una buena carretera entre Kanazawa y Matsumoto -el pueblo más alto del Japón- me llevó directamente a atravesar la cordillera y, si tienes suerte y el día acompaña, la visita a Gokoyama es obligatoria.

El pueblecito, situado al otro lado de un caudaloso río, es como entrar en una máquina del tiempo y aparecer en pleno medievo japonés. Escondido entre las montañas en un gran valle, fue descubierto apenas hace un par de siglos por un montañero alemán y en él se refugiaban los proscritos de la justicia.

Las casas todavía se construyen como antaño: un tejado a dos aguas de madera y caña de arroz seca que tiene que reconstruirse cada año para soportar las nevadas y el día que lo visité hacía un frío que pelaba. Menos mal de la sopa de mijo y el té macha ardiendo.

Las carrozas de Matsuri/Cristina Palomar
Si vas con tiempo, también es interesante la visita a Takayama, famosa por su carrozas y por ser un pueblo bastante juerguista en comparación con el resto del Japón. Cuando llega la primavera celebran una gran fiesta para desear una buena cosecha de arroz.

Las carrozas de Matsuri recuerdan mucho a la abigarrada decoración china -con sus rojos, sus dorados y sus dibujos de dragones- y recorren la ciudad de noche mientras tiran cohetes y suena la música. Las guardan en un museo junto con unos muñecos autómatas que se puede visitar aunque las explicaciones en un ininteligible inglés me dejaron en un estado de ligera confusión.

Japón: las razones de mi viaje.




viernes, 26 de julio de 2013

En Japón el raro eres tú (VII): los dioses beben sake

Ofrendas de sake en la entrada de los santurios sintoistas/Cristina Palomar


Cuando te explican que en Japón hay dos religiones mayoritarias que se reparten los rituales de la vida y  la muerte, dices bueno. Pero cuando preguntas por qué hay tantos barriles de sake en la entrada de los santuarios sintoistas y por qué tienes que tirar siempre una moneda antes de despertar a los dioses con una palmada y te responden que a las divinidades sintoistas les encanta el dinero y el sake, dices apaga y vámonos.

El sintoismo es la religión ancestral de los japoneses. Es politeista y se encarga de venerar la vida y de organizar bautismos y bodas mientras que el budismo, introducido siglos después a través de China y Corea, se encarga de los ritos de la muerte. Así pues, excepto una minoría cristiana que no llega al 2%, la mayoría nipona es budista y sintoista a la vez y parece que eso no les supone ningún problema.

Aclarado el tema, dos dias después de aterrizar en Osaka, al guía no se le ocurrió mejor forma de darme a conocer la espiritualidad japonesa que llevarme a un monasterio budista de Konya, una zona de montaña plagada de templos donde nada más entrar, un monje rapado me puso una pulsera de tela en la muñeca izquierda que todavía llevo.

Hay grupos de peregrinos que se dedican a recorrer todos los templos del país y acaban con el brazo lleno de pulseras y el bolso lleno de talismanes. Por suerte no fue mi caso.

Mucho frío y mucho hambre en Konya/Cristina Palomar
Mi habitación en el monasterio era espartana: el suelo de tatami, puertas correderas, un futón para dormir, papel de arroz en lugar de cortinas, madera en las paredes y vistas muy bonitas a un jardín con un estanque completamente nevado. En el baño había un taburete y una palangana en el suelo, y una bañera cuadrada llena de agua limpia y caliente hasta casi el borde.

La cena fue tan austera que dos horas más tarde tuve que echar mano de mi bolsa de reservas para emergencias, pero lo peor fue cuando se hizo de noche. A pesar de estar a finales de marzo, hacía mucho frío y la temperatura de  la habitación no superaba los ocho grados. Nada de calefacción, por supuesto, porque a los japoneses les encanta experimentar directamente los cambios de estación.

Después de una noche sin pegar ojo emparedada entre un montón de mantas y futones, llegó la hora de la primera oración del día. Con un dolor de mil demonios en todo el cuerpo porque dormir sobre un fino futón no es lo mío, asistí a las seis y media de la mañana y en estado catatónico a una ceremonia budista de la que sólo recuerdo el ruido de mis tripas, el fuerte olor a incienso y polvo, y el canto gutural interminable y, naturalmente, ininteligible de los monjes.

Decididamente, me quedo con el sintoismo y sus ofrendas de sake.

Boda por el rito sintoista/Cristina Palomar
Japón: las razones de mi viaje.



martes, 23 de julio de 2013

En Japón el raro eres tú (VI): una geisha no es una puta

Cartel de una casa de geishas/Cristina Palomaar

Si hay algo que todo el mundo reconoce como genuinamente japonés es la palabra geisha. Lamentablemente, la mayoría piensa que son simplemente unas prostitutas excesivamente maquilladas pero no es así. Sí que van excesivamente maquilladas con polvo de arroz para mi gusto pero no son putas, sino exquisitas y muy solicitadas artistas con toda una vida de preparación a sus espaldas.

Supongo que la idea de identificar una geisha con una prostituta nos llega directamente del imaginario yanqui, ya que cuando Japón fue invadido por las tropas de los EEUU al final de la II Guerra Mundial, muchas geishas se quedaron en la calle sin protección y tuvieron que malvivir prostituyéndose para los soldados invasores.

El barrio de les geishas de Kyoto/Cristina Palomar
Kyoto, cuna de la elegancia y el refinamiento japonés salvada milagrosamente de los bombardeos nucleares estadounidenses, es una de las ciudades donde mejor puedes ver a las geishas en su ambiente. Incluso tienen un barrio enterito para ellas construído en madera con puentes y canales y calles peatonales bellamente adornadas con cerezos que cuando florecen, entre marzo y abril, te traslada a la época del shogun.

Aún así, es difícil encontrarte con alguna puesto que son aves nocturnas y, a excepción de algún encargo muy especial y muy bien pagado que las obligue a dejar su escondite, no acostumbran a salir a la calle, al menos ataviadas como tal.

Lo que si que me sorprendió es la cantidad de chicas jóvenes con los párpados operados para tener los ojos más grandes y redondos tipo Manga que van vestidas con el kimono tradicional y el peinado típico, sus zuecos y sus calcetines blancos a juego con el bolso Chanel aunque sea para ir al cine o salir a pasear. Es como si los domingos me pusiera el traje de pubilla catalana para ir a visitar a mis suegros.

Delicada composición/Cristina Palomar
Para mi sorpresa, la última noche antes de regresar a Barcelona nos llevaron a un local de entretenimiento muy famoso en Tokyo donde actúan geishas. El local tiene diferentes comedores privados donde se reúnen habitualmente hombres para disfrutar de una velada de música, poemas y canciones mientras se ponen hasta el culo de beber sake y de degustar una cena delicatessen con bellos platos decorados.

La sociedad japonesa es terriblemente reprimida y machista, y asistir a una velada con geishas siempre ha sido una forma muy sofisticada de liberarse de las cadenas, además de gozar de un gran reconocimiento social. Del hombre, por supuesto.

La geisha  y la maiko actuando/Cristina Palomar 
A pesar de no entender ni una palabra ni yo de japonés ni ellas de español, la geisha se dejó fotografiar con una delicada naturalidad y actuó para nosotros en el escenario. luciendo unos bellísimos kimonos y enormes abanicos en plan locomía.Dos mujeres se encargaban de la música y una geisha y una maiko (aprendiza de geisha que no lleva ningún adorno en el pelo) bailaron y cantaron durante horas 

A medida que el sake hacía efecto, las barreras del idioma y la cultura se difuminaron y acabamos unos cuántos en el escenario jugando a un peculiar piedra, papel y tijera japonés en el que, curiosamente, siempre perdía yo.

La geisha y yo durante la cena/Cristina Palomar 

Japón: las razones de mi viaje.
















miércoles, 17 de julio de 2013

En Japón el raro eres tú (V): cuatro horas para servir un té

El ritual del té/Cristina Palomar

La sociedad japonesa es como una vieja geisha. Si rascas la pintura de la modernidad de su rostro, descubrirás lo que esconde su verdadera cara: una mentalidad muy conservadora y tremendamente orgullosa de sus tradiciones. Y un cierto tufillo a racismo, también.

Entre las muchas aficiones que los japoneses se toman casi como un deber porque son una seña de su identidad nipona y su bravura samurai venida a menos destacan la caligrafía y la ceremonia del té.

La cerámica es muy bella/Cristina Palomar
Uno de los días que estuve en Tokio visité una escuela dónde enseñan a servir el té, un arte milenario que puede acabar desquiciando al turista impaciente porque la ceremonia completa dura cuatro horas y porque acabé con las piernas destrozadas de estar tanto rato sentada sobre ellas. Como casi todo en la vida de los japoneses, tomar el té también es un ritual que está íntimamente ligado a la belleza y a la naturaleza

Todos los gestos están estudiadísimos, desde doblar el pañuelo para limpiar los utensilios hasta la postura y los gestos que hace quién te sirve el té. La mentalidad japonesa no concede ni un segundo a la improvisación y como ejemplo de su perfeccionismo germánico oriental destaco el hecho de que los alumnos pueden tardar hasta seis meses en aprender a doblar correctamente el dichoso paño.

No hay improvisación/Cristina Palomar
Con el trapito en cuestión se limpia todo el ajuar del té, desde las cucharillas de madera (diferentes según la estación del año) hasta la cerámica utilizada. El té en polvo se guarda como si fuera un tesoro en unos tarros lacados con bellos dibujos. Todos los trastos se guardan en una caja de gran valor. Y es que en el fondo, si un japonés te invita a participar en una ceremonia del té en su casa (cosa excepcional, sobre todo si no te conoce de nada), lo que busca en realidad es exhibirse.

Digamos que es la manera sibilina de demostrarte su estatus social y económico sin decirte cuántos millones de yenes tiene en un paraíso fiscal. Cuánto más ceremonioso sea el espectáculo y mas valiosos los utensilios utilizados para el té, más riqueza. Es como mostrar un poco los tesoros de la familia.

En un gesto de respeto y consideración, fue la directora de la escuela la que nos hizo la demostración de la ceremonia y como nadie se atrevía a compartir el té con ella, al final acabé sentándome yo en el tatami e imitando todos su movimientos con mi torpeza habitual.

Estuve a punto de romper la taza varias veces y para doblar el pañuelo utilicé la técnica que me enseño mi abuela, que evidentemente no era japonesa. Tenía las piernas y los pies tan doloridos que aunque el té estaba hirviendo, me lo bebí de un trago para disgusto de la anfitriona. Naturalmente, suspendí el examen y salí de la escuela con la lengua escaldada.

La profe y sus ayudantes con la alumna suspendida/Cristina Palomar
Japón: las razones de mi viaje.


martes, 16 de julio de 2013

En Japón el raro eres tú (IV): Ruscalleda experience

El Fuji-yama/Cristina Palomar

Dos de las locuras que me propuse hacer mientras preparaba mi viaje a Japón eran subir el monte Fuji y probar como sabe un menú degustación en el restaurante Sant Pau de Tokio. Sin embargo, a pesar de haber viajado en plena sakura -floración de los cerezos entre finales de marzo y principios de abril-  hacía un frío que pelaba y el acceso al Fuji-yama estaba cerrado por la cantidad de nieve acumulada  y el mal tiempo, así que nos tuvimos que conformar con la visita al restaurante de Carme Ruscalleda.

El restaurante Sant Pau bis está en una recoleta y tranquila plaza del centro de Tokio. Impresiona ver la cocina desde la calle: los cocineros están expuestos como en un escaparate y no paran de ir de aquí para allá concentrados en sus creaciones e ignorando el fisgón que los contempla desde fuera con la lengua colgando y babeando ante tanta comida.

Curiosamente, encontramos el restaurante vacío. Resulta que los japoneses comen en silencio y como éramos un grupo de catalanes muy numeroso y ruidoso la dirección decidió abrir solamente para nosotros. Primera flipada.

Recuperándonos del impacto de la sobria y bella decoración de las diferentes salas-comedor, empezó el desfile a los lavabos que, como ya expliqué, se quedaron con nosotros al subir sola la tapa del wc nada más abrir la puerta, perfumar el ambiente automáticamente y emitir soniditos de cascada para disimular otros más desagradables.

En estado casi catatónico y en silencio me senté en mi silla para disfrutar del momento. Y entonces empezó el desfile de bellísimos platos con ingredientes difíciles de identificar pero sabrosísimos que daban pena desmontar. Fotografié cada plato para recordarlos porque dudo mucho que pueda repetir la Ruscalleda experience.







Virguerías del Sant Pau/Cristina Palomar


Al final de un montón de rato masticando y aplaudiendo cada nuevo plato pudimos hablar con el chef -francés por supuesto- y felicitarle por su excelente cocina y sus composiciones tan originales. Yo hasta le pedí un autógrafo y me hice unas fotos con él y la simpática guía Aiko en la puerta.


El chef, Aiko y la menda/Cristina Palomar

Japón: las razones de mi viaje.



viernes, 12 de julio de 2013

En Japón el raro eres tú (III): las vacas beodas de Kobe



Ternera de Kobe/Crisitna Palomar

Me costó pero al final comprendí que comer sushi en Japón es como comerse un bocadillo de calamares en Madrid o uno de fuet en Barcelona. Los veinte euros que he llegado a pagar por una bandeja de sushi variado en cualquier restaurante de mi ciudad se convirtieron en cinco durante mi estancia en Tokio.

Cada mañana, después de desayunar en el hotel, me dirigía a los centros comerciales de la calle principal del barrio de Ginza. Todos tienen la planta baja dedicada exclusivamente a la comida (y algunos tienen una segunda planta sólo de pasteles para los golosos toquiotas), así que me estaba un buen rato dando vueltas como un tonto escogiendo la cajita feliz y la marca de sake nueva que devoraría para el almuerzo.

Cajita feliz/Cristina Palomar
La cajita feliz es una especie de fiambrera donde cabe de todo, normalmente arroz y pescado variado crudo y en tempura con sus palillos y su aliño. Hay un montón de tiendas especializadas cuyos escaparates están llenos de fotografías con las variedades y precios de las cajitas y tú sólo tienes que escoger la que más te guste.

Los japoneses no paran nunca quietos y la gente come en cualquier parte: en el tren bala, en la estación de metro, en un banco en el parque... La cajita feliz es un gran invento para el japonés: higiénica, barata y alimenta. Yo, en cambio, siempre me quedaba con hambre.

A pesar de que el pescado crudo solo (sashimi) o con arroz y algas (sushi) y las tempuras son los platos que más identifican a la cocina nipona, no son los únicos. Hay multitud de recetas y también de técnicas para cocinar, y la manipulación de los alimentos es casi una obra de arte. Hasta da pena comer de lo bonitas que son las composiciones que te montan en el plato. Yo no paraba de hacer fotos.

A los japoneses les encanta el pescado crudo, los pinchos  y los rebozados, y también la carne, aunque ésta es más cara y no todos pueden permitírsela muy a menudo.

Plancha de Tepanyaki/Cristina Palomar
En un episodio de generosidad que no volverá a repetirse fuimos a cenar a un restaurante tipo Tepanyaki. Te sientas alrededor de una inmensa plancha y el cocinero te va asando la comida y te la va sirviendo. Después de media hora masticando pescados diversos, llegó la hora de hincar el diente a la ternera de Kobe.

Esta carne está considerada la mejor del mundo (y también la más cara). Para justificar el precio y la fama alimentan a las vacas con cerveza, les dan masajes diarios para distribuir la grasa entre la carne, les ponen música para que no se estresen y las mantienen inmóviles para que no musculen.

No sé si la cena me sentó mal porque hacía 8 años que no comía tanta carne roja o porque me imaginé como una vaca de Kobe, colgada del techo y beoda.

El sabu-sabu/Cristina Palomar
Otra técnica de cocina desconocida para el occidental es el sabu-sabu, una especie de nombre onomatopéyico que responde al ruido que hace el agua al hervir en Japón. Algo así como nuestro chup-chup. 

Se trata de una inmensa cazuela llena de agua hirviendo que colocan en el centro de la mesa en dónde se sumergen los palillos con las verduras y la carne cortada muy fina que una amable camarera te va trayendo constantemente hasta que la comida te sale por las orejas porque no entiende lo que quiere decir stop. Hay que tener cuidado con sumergir demasiado los palillos porque te puedes quemar o perder tu ración en la olla.

Decididamente, prefiero el pescado con mercurio a la carne con cerveza.

Japón: las razones de mi viaje.

miércoles, 10 de julio de 2013

En Japón el raro eres tú (II): almejas alienígenas

Almejas alienígenas/Cristina Palomar
Parar en una estación de servicio después de una paliza de autopista entre Fukiyama y Tokio puede llegar a ser una experiencia inolvidable para una gourmet acostumbrada a la dieta mediterránea como yo.

Entramos en el supermercado en avalancha, con un hambre atrasada de mil demonios, dispuestos a arrasar con todo lo que se pudiera masticar. Lamentablemente, para nuestra estupefacción, no encontramos prácticamente nada que se pudiera identificar como remotamente comestible para un occidental. Todo eran encurtidos de algas de todos los gustos, gelatinas de colores extraños y pescados en salazón con un sabor horrible. Ni una maldita bolsa de patatas, ni frutos secos, ni fruta aunque fuera una banana... 

Después de vueltas y vueltas, encontramos un puesto de venta de castañas que abordamos sin contemplación dejando a la pobre castañera nipona al borde de un ataque de nervios.


Atunes gigantescos/Cristina Palomar
Pero para comprobar que los japoneses no le hacen ascos a casi nada y que les encantan los bichos raros supuestamente comestibles, lo mejor es ir al mercado central de pescado de Tokio. La hora ideal para visitarlo es a partir de las cinco de la madrugada, que es cuando llega la pesca, sobre todo la del atún. Las instalaciones son brutales y está relativamente cerca del barrio financiero y comercial de Ginza.

Desde mi hotel tardé sólo un cuarto de hora caminando en línia recta. Todas la guías turísticas recomiendan su visita pero pocas avisan de que los extranjeros no son bien recibidos y que a los trabajadores del mercado no les gustan nada las fotos.

Llegar hasta la entrada del mercado es muy peligroso aunque cueste creerlo. Constantemente están circulando vehículos cargados de palés de pescado que no respetan ni los límites de velocidad ni a los peatones. Muchos turistas han sido atropellados por ir mirando las musarañas y, aunque está todo muy bien iluminado, los conductores no hacen el menor esfuerzo en pisar el freno, sobre todo si se les pone a tiro un extranjero.

Creo que les encanta atropellar gaigin. Yo iba avisada, pero tuve la mala suerte de topar con un nipón chistoso que me roció de pies a cabeza con la manguera con la que estaba limpiando el suelo de sangre y escamas.

Pescadero con mal genio/Cristina Palomar
Acceder hasta el interior es difícil pero una vez dentro, el espectáculo es increíble. Lo de menos son los gigantescos atunes desangrándose en el suelo mojado. Lo mejor es la cantidad de bichos raros del mar que llegan a pescar y que sorprendentemente también llegan a comer.

Puedes pasear entre las paradas mientras no molestes a los vendedores. Si te paras a hacer alguna foto, acostumbran a mirarte con mala cara y a amenazarte con un gran cuchillo afilado para después reirse de la cara de espanto que pones.

Y después de la visita, que nunca acabas de hacer porque la lonja es inmensa, lo mejor es desayunar en los chiringuitos de alrededor del mercado. Son muy económicos y tienes la seguridad de que el pescado que comes es fresco.

Si no le haces asco a nada, imita a los autóctonos a la hora de pedir algo de la carta ininteligible que te recitan de viva voz como si tú también fueras japonés. En algunos restaurantes sólo sirven un plato de pescado irreconocible pero muy sabroso acompañado de una sopa de miso.

Japón: las razones de mi viaje.

lunes, 8 de julio de 2013

En Japón el raro eres tú (I)



Paisaje nipón de ensueño/Cristina Palomar

No hay lugar en el mundo dónde me haya sentido más marciana que en Japón. De hecho, esta sensación es bastante habitual en el viajero occidental. Después de catorce horas de vuelo sin apenas dormir por culpa de los ronquidos de tu vecino y los llantos del bebé de dos filas más atrás, aterrizas en el aeropuerto de Osaka en estado catatónico por el agotamiento y la duermevela.

La luz de la mañana te deslumbra y de golpe te encuentras en otro planeta: la raza es diferente, el idioma, ininteligible; la comida, extraña; y el comportamiento, peculiar como mínimo. La sensación de haber aterrizado en otro planeta es brutal, pero has de tener claro que para los japoneses el raro eres tú.

Calle principal de Ginza/Cristina Palomar
Los viajeros que decidan perderse por Japón a su bola han de tener algunas cosas bastante claras antes de iniciar su aventura, cosa que no fue mi caso. Lo primero que sorprende es que los japoneses casi nunca compran a crédito. Como es un país extremadamente seguro y rico, todos llevan en el bolsillo y la cartera montones de billetes sin ningún temor a ser atracados en la esquina. Cualquier compra, incluso de 600 euros o más, la realizan al contado. 

Hay muchos comercios que no aceptan tarjetas de crédito y los que sí lo hacen, te avisan que para utilizarla, la compra tiene que acumular bastantes ceros. Aún así, si alguien tiene el mono de tarjeta, en los grandes almacenes de Ginza -uno de los barrios más comerciales y conocidos de Tokyo- siempre puede utilizarla para comprar un jamón Cinco Jotas. Los tienen expuestos como productos de lujo en cámaras frigoríficas y casi blindadas. Al cambio, algunos superan los 700 euros.


Entrar en una casa de baños también se las trae. En Takayama decidí utilizar el ontsen del hotel-balneario. Normalmente la gente baja casi desnuda desde las habitaciones envuelta en una yukata (una especie de bata de algodón tipo kimono) y unas zapatillas. Mucha atención al atarse la yukata si no queréis hacer el ridículo como hice yo: la solapa izquierda siempre sobre la derecha. Sólo se hace al contrario cuando se amortaja a un muerto.

En el baño te sientes un patito feo. La mayoría de las japonesas tienen un cuerpo hermoso, casi adolescente, sin celulitis y sin pelos. Antes de bañarse en las piscinas tienes que lavarte: te sientas en una banqueta de cara a la pared y te enjabonas y aclaras con un balde de agua. Sin embargo, y a pesar de seguir todas la reglas, fue meterme en una de las piscinas y ponerse a llorar todas las criaturas de auténtico terror al verme.



El vater japonés/Cristina Palomar
De todas las situaciones ridículas que tendrás que afrontar, la más suerralista es el uso del vater. A la derecha de la taza siempre calentita se sitúa el cuadro de mandos con un termostato para controlar la temperatura del agua y dos botones para variar la distancia y la potencia del disparo del chorrito de agua (dos chorritos...ya me entendéis). Estos son los más sencillos.

En el restaurante de Carme Ruscalleda, los lavabos son de lujo: una célula fotoeléctrica activa la apertura de la tapa cuando te detecta y dos botones más perfuman el ambiente y hacen un sonido como de cascada para disimular sonidos más escatológicos.

El problema llega cuando has de utilizar el lavabo de un bar. Las instrucciones sólo están en japonés, así que lo único que puedes hacer es probar todos los botones con los consecuentes respingos. En Nagasaki tuve que pedir ayuda a la camarera porque no había manera de encontrar el botón de la cisterna.

Creo que nunca se había reído tanto.



jueves, 4 de julio de 2013

¿Quién es Nellie Bly?

Nellie Bly es el pseudónimo que utilizó Elisabeth Jane Cochran (Pensilvania, 1864) para firmar sus reportajes primero en el Pittsburg Dispacht y luego en el New York Word. Con tan sólo 18 años, Elisabeth no dudó en denunciar las duras condiciones de vida de las mujeres, los obreros de las fábricas, los niños y los indigentes con una pluma afilada que le valió muchos enemigos.

Sin embargo, la fama le llegó cuando decidió dar la vuelta al mundo llevando únicamente como guía de viajes el libro de Jules Verne La vuelta al mundo en 80 días.



Emulando a Phileas Fog, Elisabeth recorrió la misma ruta que el protagonista de Verne en todo tipo de transporte sólo en 72 días y lo hizo ataviada con un estrafalario abrigo de cuadros y una pequeña bolsa de mano llena de libretas y fotografías de su familia.

Escribió una crónica diaria de su periplo alrededor del mundo y se hizo tan famosa que hasta se inventó un juego de mesa que llevaba su nombre: Round the world with Nellie Bly.

Decepcionada del periodismo, Elisabeth emigró a Inglaterra donde se casó. Enviudó pronto y para poder llegar a final de mes recuperó su antigua vocación como corresponsal de guerra durante la Primera Guerra Mundial.

Elisabeth murió a los 57 años de una neumonía.

Este blog de viajes pretende, desde la modestia, rendir homenaje a mujeres como Elisabeth. Su autora, la periodista y bloguera Cristina Palomar, es una viajera incansable y apasionada.

En esta especie de cajón de sastre cabe de todo: recetas de cocina, músicas, tradiciones orales, paisajes irrepetibles y sensaciones mágicas. Sólo es cuestión de salir de vez en cuando a pasear por el mundo para descubrir su belleza.

¿Te apuntas?